Hacia rato que el sol ya se había ubicado en el cielo, las
aves cantaban y los perros le ladraban a sus siluetas proyectadas en paredones
mugrosos. En el pequeño apartamento, número quince, de paredes decoradas por la
humedad y el paso del tiempo, se despertaba una mujer inusual. Su rutina
comenzaba con examinar una y otra vez su rostro frente al espejo que la había
visto envejecer. Lentamente pasaba su mano desenredando los pocos cabellos que
tantos químicos habían dejado, sus ojeras eran como marcas de guerra de la noche anterior, lo único que
relucían eran sus uñas larguísimas y carmesís. Sus manos comenzaban hábilmente
a esfumar las marcas del vello que quedaba en su rostro, las sombras y manchas
eran simplemente borras y luego de muchos minutos y ademanes su rostro era
perfecto con sus pestañas inmensas y sus parpados rosados hacían juego con el
tinte de sus labios. Su parte favorita era analizar su humor y elegir quien
quería ser, hoy sería un rubia con corte carré. Se acomodó la peluca y quedó
transformada en una mujer confiada y llena de juventud que se aventuraba en sus
zapatos altísimos.
Los autos se detenían a su paso firme y tocaban las bocinas
con el afán de llamar la atención de aquella femme fatale. Al llegar a la
puerta del café donde trabajaba, vio en una de las mesas, un joven sentado con
una chica que hablaba sin parar. Rápidamente, comenzó a idear su plan para
cazar víctimas, como le gustaba decir a ella. Cuando estuvo lo suficientemente
cerca, lo miró insistentemente y sonrió, el muchacho se sonrojó y desvió la
mirada, sabía que ella era una mujer de fantasía, que era un rompecabezas de
maquillajes y deseos de ser lo que no era.
La muchacha seguía hablando de sus problemas cotidianos pero
él ya no estaba ahí, estaba perdido en el vaivén de aquellas piernas que
cortaban el aire de aquellos que las miraban, la mujer lo sabía y lo disfrutaba
y se movía para él.
-¡Tomás! ¿Estás escuchando?
-Eh…si, ¿Qué decías?
Pero no, él seguía sin escuchar.
Cuando la mujer volvió, dejó sobre la mesa la cuenta y
detrás su número de teléfono, el chico se abalanzó sobre él y ella sonrió de
nuevo, su presa estaba lista.
Pagaron y cuando se disponían a cruzar la calle, un auto
aceleró para alcanzar el semáforo casi embistiéndolo al chico que aún seguía
distraído. Entre bocinas e insultos, el auto negro siguió a gran velocidad.
¡Por Dios, casi tengo que perder el tiempo con este tipo! El hombre tenía que
llegar a su cita de las cuatro. A veces sentía que era de vida o muerte llegar
puntual, temía los ojos gélidos de aquella mujer, lo paralizaba la idea, ella
no soportaba la idea de que los hombres fueran impuntuales.
Cuando estacionó su auto en la puerta del hotel, eran las
cuatro menos diez, por lo que corrió a su interior y subió hasta la habitación
veintiuno donde entró sin golpear.
La rubia que lo esperaba adentro lo miró con indiferencia y
entre gruñendo y preguntando, lo increpó por su apariencia.
-¿Así llegas? ¿Qué es ese traje? ¿Mi marido no te paga lo
suficientemente bien?
-No…Sí…Lo que pasa es que corrí hasta aquí y…bueno.
Los ojos azules giraron y le indico que se sentara a su lado en una cama inmensa, que los
devoraba por horas, los mecía como un barco en una tormenta de lujuria, hasta
que naufragaban y ella encendía su cigarro, siempre mentolado.
Con una sola mirada, él ya sabía que debía alejarse de aquel
cuerpo soñado y reprimir sus ganas de abrazarla y susurrarle sus pensamientos
más profundos y cantarle una canción y esperar que ella mueva aquellos labios,
que él amaba, y pronunciará palabras de amor para él. Pero se sentía infeliz y
completo, débil pero con ganas. Nunca nadie lo trataba así, la gente le temía a
sus ojos de piedra y su boca siempre rígida. En casa lo esperaba una esposa,
demasiado sumisa y sin chispa, a la que hacía años no amaba y ambos lo sabían.
La mujer se ponía su vestido color crema, que valía mas que
el auto negro y mientras, le daba indicaciones para salir del hotel, siempre
era uno diferente.
-Yo me voy primero, tenés media hora más, quédate si queres
o ándate, da lo mismo. Nos vemos mañana a las cuatro, no llegues tarde de
nuevo.
Terminaba su monologo y cerraba la puerta, dejando tras de
sí una estela de perfume floral importado.
Ya en su auto se retocaba su labial color piel y acomodaba
su cabello.
Abría la puerta con precaución, pero siempre estaba allí,
siempre estaba su esposo esperándola. Un hombre amable, que la miraba con un
cariño infinito, en el fondo ella también lo quería, como un amigo de muchos
años al que nunca lastimaría. La mirada de aquel hombre le ablandaba su corazón
oscuro que los años habían coloreado.
-¿Te fue bien?- Y un beso se plantaba en la frente de la
mujer que ahora parecía una bestia mansa.
-Sí, re bien ¿Qué hiciste toda la tarde?- Y él le contaba
apaciblemente mientras terminaba su te.
Con los años su carácter de hombre despiadado en los
negocios se había aplacado y ahora era casi un abuelito de cuentos que se había
casado con una mujer de ensueños a la que quería como una hija y protegía de la
misma forma. Su unión era meramente simbólica, estaban unidos por lazos más
profundos que nadie entendería. Él sabía de qué se trataban aquellas reuniones
pero siempre buscaba la felicidad de ambos.
Esperaba hasta que anocheciera y se daba un largo baño,
buscaba una de sus remeras más viejas y desgastadas y salía a hacer ejercicios
en su bicicleta.
Se alejaba de las calles de casas enormes y se sumergía cada
vez más en calles oscuras, de techos bajos y edificios monstruosos donde vivían
más personas de las permitidas.
Se detenía frente a un block de departamentos con las
ventanas tapadas por tablones de madera, y metía su medio de transporte al hall
del lugar, no necesitaba cadenas ni candados, todos lo conocían.
Subía las escaleras desvencijadas y tocaba el número quince.
La puerta se abría y la luz tenue le daba la bienvenida al mejor lugar del
mundo.
La mujer del interior se quitaba la peluca corte carré y las
pestañas infinitas y lo miraba largamente a los ojos color cielo. El hombre
sonreía sin saber porque y la abrazaba sintiendo la fragilidad en el otro
cuerpo, se sentía diferente que el resto de las personas y se aferraba a esa
sensación de seguridad, estrechándola más.
Luego sus cuerpos caían inertes sobre la cama que tenía un
millón de años, ellos se conocían de aun más tiempo atrás. Contemplaban las
manchas de humedad, como si fuera un día lleno de nubes, y descubrían formas y
ella le contaba un cuento de un príncipe que quería ser princesa, pero él la
callaba y le señalaba una mancha que parecía un monstruo. El monstruo de la
humedad se acercaba y lentamente los devoraba, los absorbía y los escupía
dejándolos exhaustos, pues sus cuerpos ya eran muy antiguos.
Julieta
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